Quien ha renunciado a gastar su vida ya no puede admitirse su muerte.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo

En julio del 2007, algunos meses después de asistir al curso de Vinyamata y la política como gestión de muertes en el Instituto de Paz, Democracia y Conflictos de la universidad de Granada, nos subimos a una furgoneta rumbo a Grecia. No teníamos prisa, la furgo era vieja y el vino bueno. En aquel viaje descubrí a Pascal Quignard. Y entendí que la palabra que Derrida buscaba en lo imposible, esta palabra capaz de guardar silencio, Quignard la había encontrado: nacer. Descubría con infinito entusiasmo el motivo de mi tesis doctoral: fundamentar la justicia en la palabra nacer. A Grecia no llegamos nunca. De pronto, el camino se nos hizo más interesante que el destino. Vivir no sirve a prevenir la muerte. Vivir no resiste meramente a la muerte. Vivir nace. Vivre n’est que naître. Vivir no es sino nacer.
Al llegar a Italia, hice una escapada en solitario a la bienal de arte contemporáneo de Venecia. Parecía que iba a tardar poco en recorrer todo el recinto cuando llegue a un pabellón donde colgaba una decena de pantallas gigantes. Se proyectaba una obra de Zhenzhong Yang. Me senté y durante tres horas observé los rostros de la gente diciendo, sencillamente, en el idioma que era el suyo: Moriré. Je mourrai. I will die. Ich werde sterben. Hil egingo naiz. Yo voy a morir. Cada rostro estaba enfocado durante 10, 20 o 30 segundos. Una persona pronunciaba la frase profética y el eco de la muerte nombrada se translucía en microgestos, en risas, en lengua que recorre los labios, en tragar saliva, en congelación del rostro, etc. Durante más de tres horas estuve ahí sentado, totalmente fascinado, y olvidé, por un tiempo, que iba a morir.
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Hay un soñar que ni acepta ni rechaza la muerte. Hay un soñar en los márgenes del tiempo. Llamamos arte a las huellas que dejan las personas que se aventuran en este soñar.
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Moriré.
El porvenir, escribió Émil Michel Cioran, es el deseo de morir traducido en la dimensión del tiempo.
¡Cuánto nos gustan nuestras distopías! Toda nuestra civilización está hecha de porvenir. Nuestra sociedad se sostiene en esta huida hacia adelante donde el rechazo a la muerte necesariamente va unido a su fascinación. Al postular que el Bien es la negación de la muerte, nos condenamos a tener a la muerte como sentido de la existencia. La vida experimentada se vacía y por todas partes aparece el enemigo imposible de matar. Si tomamos a la muerte como enemigo, nos condenamos a una guerra perpetua imposible de ganar en la cual no hay sitio para la vida entusiasta, que no es sino la vida atravesada por el nacimiento. Y creamos una sociedad muy seria donde no hay sitio para la niñez. Nos perdemos el viaje al enfocarnos en un destino al que no queremos llegar.
Sobre las pantallas de Zhenzhong Yang, impactaba la despreocupación de los niños al profetizar su propia muerte. Moriré en la boca de una niña suena a chiste. Lo decían todos riendo, corriendo, como burlándose. Lo decían con entusiasmo. Pero un entusiasmo inmaduro: un entusiasmo sin cinismo. Una alegría del nacer, del derrame, del gasto energético, del derroche de vida. Un entusiasmo de la abundancia.
La educación se encarga de iniciar a la niñez a la muerte en vida y al cinismo. Hablan de ser responsable y se lo creen… Madurar es tomar consciencia, y tomar consciencia es someterse al miedo a la muerte. El resto es una grandilocuente farsa.
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Montaigne cayó de su caballo. Y comprendió que la civilización era una superchería. Comprendió, según dijo, ahí tumbado en la hierba y en su sangre derramada, que morir es agradable.
Que tal vez sea la civilización la que teme tanto a la muerte, y no tanto nosotros los seres natales. Escribió Montaigne: Quien aprende a morir, desaprende a servir. La no muerte es una moral de esclavos. La educación que reciben las niñas es un proceso iniciático que las convierte en siervas de instituciones esencialmente preocupadas por su propia supervivencia corporativa y el crecimiento exponencial de reinos ficticios. Instituciones vampíricas que nos expropian lo más vivo de la vida. Habiendo puesto nuestro nacer perpetuo entre paréntesis para identificarnos con una vida estática, una sustancia biológica individual, ya no podemos nombrar la muerte con una sonrisa en los ojos. Nos hemos entregado al espectáculo de la vida y, como escribe Debord en su manifiesto bomba, ya no podemos admitirnos nuestra propia muerte.
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Nietzsche abrazó, en el caballo, a la fuerza afirmativa animal. Quignard prefiere a los ciervos, repulsivos a cualquier intento de domesticación. El ciervo teme más servir que morir.
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Una enorme acumulación de porvenir – el deseo de morir proyectado en la dimensión del tiempo – nos precedió. Florecemos sobre innumerables muertes y negaciones. No querer morir no es el motor de la vida sino solamente de una forma de vida muy concreta. Este NO ontológico dinamiza nuestras sociedades que se materializan ahogando el brotar de la nueva vida. El nacimiento de lo nuevo exige la muerte de lo antiguo. Por eso, el capitalismo, en tanto vasallo del nihilismo que nuestra civilización encarna, quiere destruir el pasado. La guerra a muerte contra la muerte no se libra solamente en el futuro. El pasado debe morir pues la muerte es lo que irremediablemente vuelve sobre nosotros como lo hacen las olas sobre la orilla. La muerte como el nacimiento retorna eternamente. El ideal del capitalismo, desde su vertiente numérica bursátil hasta la espiritualidad de pacotilla, es un presente perenne inmortal. El capitalismo es una acumulación de no muerte, especula sobre la renuncia a la vida naciente. Vidas pospuestas. Vidas asustadas, encogidas, violadas, ignorantes e ignoradas, ansiosas, medicadas, televisivas. Vidas sin valor. Sin valentía. Vidas acomodadas.
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Algunos días antes del confinamiento en España, Santiago Alba Rico describió el virus como si de un golpe de realidad se tratase. Algo que nos pasa a todos al mismo tiempo. Y eso entusiasma.
Aunque ese algo sea borroso y ese todos complejo de cerciorar, la euforia sí que era muy evidente en los albores de la pandemia.
La última clase de butosofia previa al confinamiento iniciado en marzo versó sobre el entusiasmo que genera el peligro de lo real. En Madrid, se percibía el entusiasmo en el alto tono de voz de la gente, en la alegría al compartir noticias y puntos de vista, en la impaciencia al repetir chistes. Había en la ciudad, en la primera mitad de marzo, junto al buen tiempo, esta extraña mezcla de desconfianza, miedo y entusiasmo.
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Cioran: Antaño, los mortales gritaban. Hoy se aburren.
La excitación social en los días previos al confinamiento era palpable por doquier. Escuché a un amigo decir es como en una serie de Netflix. Cuando se declaró la Primera Guerra mundial, los europeos aplaudieron y las portadas de los periódicos dieron cuenta de la celebración. Por fin pasaba algo.
Vivimos más años, pero nada del ajetreo incesante que nos ocupa en lo cotidiano consigue engañarnos por completo. Vivimos más años, pero llenamos los años con una vida insignificante donde realmente pasa poco. Vidas pospuestas. Tenemos más futuro y sin embargo este futuro está constituido del miedo a morir y sólo nos inspira pavor y fantasías de zombis. Y nos enroscamos en el egoísmo individualista como lo hacen los gusanos bajo el yugo del terror. Vidas pequeñas. Vidas confinadas.
El confinamiento nos ha permitido, por fin, qué alegría, vivir acorde al miedo que sentimos desde que maduramos. Por fin, ahí afuera, la ansiedad encontraba una justificación. Nuestra pequeñez existencial tenía un mundo a su medida. Algo terrible acechaba y nos hacía increíblemente felices no tener que sostener una felicidad de fachada. El desprecio a la vida naciente en el cual fuimos criados se expresaba sin pudor.
La sociedad de los últimos hombres prefiere querer la nada a nada querer. Y de repente, vislumbramos todos nuestro sueño más profundo: la aniquilación y el caos al alcance de la mano. Una vida de serie para todos.
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Lo peor de la peste, escribió Albert Camus, no es que mate a los cuerpos, sino que desnude a las almas. Y este espectáculo suele ser horrible.
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En la sociedad espectacular de los últimos hombres, ajetreados en la organización y promoción del vacío, vivir se limita a no morir. Por muy ridículo que suene, aquí hoy en día estar muy vivo es estar completamente no muerto.
Vivir así no vale la pena.
Versión diletante: Estar vivo no sirve de nada, si es para trabajar. (André Breton)
Peor aún cuando no hay trabajo. Vivir no sirve de absolutamente nada, si es para buscar trabajo.
Versión desarmante: Aquel sueño monstruoso de sobrepasar a la muerte, es el que genera a todos los monstruos. (Wolfgang Sofsky, Tratado sobre la violencia)
Monstruosa sociedad que avasalla toda la vida para que algo que ni existe pueda pretender no morir. Vidas ficticias. Vidas ficcionalizadas.
Quiero vivir sin fundamento. Pensar sin ficción. Quiero arrancar el miedo a la muerte de mis entrañas. Quiero llegar a una edad avanzada e ir hacia la muerte con la curiosidad de un niño inocente y una sonrisa en los huesos. No se trata de un culto a la muerte sino de una celebración de la vida de la cual la muerte forma parte. Sueño con dejar un espacio más vasto, más rico en posibilidades, más desafiante para los límites del pensar, más vivo para los deseos.
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Paul Valéry: Si quieres vivir, también quieres morir. O no entiendes para nada lo que significa vivir.
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La delirante popularidad de los relatos apocalípticos con zombis que avanzan es una gigantesca proyección colectiva. Deseamos el fin del mundo. Con muchísimas ganas. ¡Con qué alegría nos hemos abrazado al miedo, como sintiéndonos por fin legítimos en nuestro terror existencial, con qué frenesí nos enchufamos a la tele que multiplica el susto con el cual contemplamos la existencia desde lejos, enajenados de nosotros mismos, con qué celo nos ponemos a odiar y maldecir a toda persona que no adopta las formas de nuestra solidaridad de pacotilla! Con qué entusiasmo pavoneamos nuestro resentimiento y el cinismo que encauza nuestras vidas individualizadas hasta la pena extrema. ¡Qué felices estamos de poder por fin mostrar la cara de nuestra desdicha! La felicidad de fachada nos cansó sobremanera, y la pandemia trajo un gran alivio, una gran dosis de realidad, realidad en la que podemos, por fin, odiarnos sin tapujos.
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La gran batalla de nuestras vidas es expulsar este odio cínico de nuestras entrañas y recuperar una mirada infantil, no totalmente sumisa al lenguaje institucionalizado, como enraizada en este soñar que da a luz al tiempo sin someterse a él. Nuestra gran batalla ambiciona descarrilar la sociedad de los últimos hombres que adoran a una salud que no es sino un culto al número disfrazado de progreso. Nuestra lucha anhela abrazar el animal indomesticable para despedirnos de la servidumbre voluntaria y desterrarla de nuestra carne por completo. Recordar y reactivar la energía naciente, la vida salvaje, la imprevisibilidad de los ciervos. Y negarles nuestra alegría a todos los falsos valores y todas las falsificaciones que usurpan la vida naciente. La gran batalla de nuestras vidas es seguir naciendo.
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0. La gran batalla de nuestras vidas
1. Liberación por descontado
2. La insana vanidad de los guerreros
3. La solidaridad postmortem
4. El entusiasmo cínico
Un placer de lectura. Muchas gracias.
No sé si conoces la peli Armonías de Werckmeister de Béla Tarr…que me ha venido a la cabeza…, una bella descripción del monstruo del miedo.
Naciendo cada día.
Abrazos.
Judith
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Todo bien hasta lo de Capitalismo…
De hecho y en todo caso, el Capitalismo tomado como un «proceso constructivo-destructivo» encajaría perfectamente en la teoría.
Ese activismo ad-hoc no pinta nada.
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Mancha la obra.
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Adiós a los moralistas.
😀
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