Cada ser humano es una ciudadela llena de tiranos que es preciso hacer explotar.
Pascal Quignard, La barca silenciosa

Foto de Raúl Bartolomé. Alma negra edición 40º.
Me sorprende que no se haya mencionado más a menudo a Nietzsche en esta superabundancia de reflexiones víricas y confinadas. Profético como otras tantas veces, Zaratustra al denostar a los últimos hombres, aquellos seres humanos que prefieren querer la nada a no querer nada, señalaba a la Salud como su valor supremo.
Los últimos hombres encarnan la vida enferma, que ha cesado de nacer, superarse y afirmarse. Está enferma de raíz y se dedica activamente a impedir, denigrar y vilipendiar toda afirmación inocente, todo surgimiento de lo nuevo, toda potencial superación de lo actual. Por eso se les llama los últimos hombres: su esperanza es que nadie ni nada les releve. Están organizados en sociedades estáticas pero extremadamente ajetreadas en el mantenimiento de su inmovilismo. Viven en la ficción de un eterno presente, fijando el tiempo en un apocalipsis pospuesto al infinito. Futuro y miedo son sinónimos para ellos. Son el fin del mundo sin ser nada. Negación encarnada y encarnizada. Y, decía Zaratustra, parpadean.
Su querer negativo lo disfrazan de progreso, de confianza, de solidaridad, de humanidad. Pero no miran nada de frente. Pues, para ellos, nada hay por venir que no sea terrible. El mundo es un lugar hostil. Nada bueno hay por delante sino la perpetuación de lo mismo. Viven persiguiendo el alivio de un todavía no. Parpadean.
La Salud es su dios. ¿Los habéis oído, decir que no había ideología sino únicamente cuestiones de Salud? Esta pretendida ausencia de ideología, aquí como en otros lugares, es en la práctica un culto al número. Esta ideología que dice no serlo se puede enunciar de una manera muy simple: más seres humanos cada vez más longevos. Esto es el ideal: más unidades en vida con más años de duración. Toda cuestión relativa al valor de la vida ha sido evacuada. La forma de vida, la dignidad y la intensidad solo tienen sentido si contribuyen positivamente a aumentar los números. Para los últimos hombres, jueguen a la bolsa o sean discípulos de Hipócrates, digno es lo que engorda los números activos.
¿Habéis visto a su prensa de sapos hacer un recuento de muertos, contagiados y recuperados como en las olimpíadas lo hacen con las medallas de oro, plata y bronce? Solo que aquí el valor informativo es nulo. Puro culto al número, a la vacuidad. El vanguardista culto numérico que nos precipita en un vacío estéril se complementa con el culto a las banderas para orientar a los ineptos. Emocionalidad nacional-sanitaria que exige el sacrificio de la libertad. ¡Como aplauden! No sabían qué hacer con la libertad, esta pesada carga. Décadas que no nos sucedía algo de verdad. Sueñan con tener una vida de serie y su imaginario está poblado de zombis. ¡Como aplauden los zombis! Tan contentos de tener por fin alguna justificación al miedo que les irriga las venas.
¿En qué caminos estamos todos avanzando a la fuerza? Prohibidas las derivas. ¿En qué barco estamos todos confinados a palos? Prohibido saber nadar. Estamos insertados en una gran maquinaria apocalíptica de suspensión del tiempo. Estamos maquinando el final de los tiempos y será cada vez más complicado darse de baja.
He aquí lo que significa progresar: seremos cada vez más viviendo cada vez más años. Los avances de la ciencia no tienen otro objetivo. Su conocimiento odia al nacimiento, que ignora tanto como desea. El saber que sueña con limitar la realidad a datos objetivables y por ende traducibles a números odia tanto el deseo como la ignorancia, que son no obstante ingredientes fundamentales de la superación de la vida por sí misma. Este saber niega lo que no puede someter: afirma sin rechistar que lo que no se traduce en número no existe. Lo que no se cuenta no tiene valor. Para esta máquina de suicidio colectivo trabajamos a diario, consumimos, votamos (a quien votemos), para esta ideología sin ideas estudiamos, para esta salud que no vive nos cuidamos. Existir hoy en día es formar parte de la máquina que rinde culto al número. Seremos más y viviremos más años. Mientras no atentemos en contra de este ideal, tenemos cierta libertad de entretenimiento.
A este paraíso sanitario le sacrificamos lo mejor de la vida, que tiene que ver con el vértigo, el riesgo, el viaje, el otro, el tiempo, el horizonte. Sacrificamos la verdad viva por verdades ficticias, por suelo firme, seguridad, sedentarismo turístico, identidad, previsibilidad, miedo. Viviremos muchos años queriendo poco más que nada nos recuerde la pobreza de nuestro querer.
No es un asunto de libertad individual. Se trata de un proyecto totalitario del cual formamos parte inexorablemente. Seremos más viviendo más años. Y sin embargo no dejaremos de morir. Por consecuencia, las próximas pandemias serán siempre más asesinas. Si todo va bien, en un siglo, millones de personajes centenarios a la vida precaria morirán a la mínima tos imprevista. Y el dios Salud, que pretende vivir siempre enfrentado a la muerte, exigirá el sacrificio de más sangre real, más libertad vivida, más verdad experimentada. Y viviremos aun más años viviéndoles menos. Viendo series y cultura online.
En el futuro, siguiendo las tendencias que se imponen, los números de gentes y de años que esta gente vive seguirán creciendo, pero significarán cada vez menos. Viviremos para nada, para rendir culto al crecimiento de los números. Pues la significación es una relación a la alteridad. El sentido de la vida acontece en relación a su otro, la muerte. La definición biológica del nihilismo que encarnan los últimos hombres podría expresarse así: vivir es no morir. Pretenden limitar la vida a la no muerte. La vida vaciada de toda sangre, de toda alegría, de toda libertad, de todo nacimiento es equivalente a no muerte. Salvar vidas, a veces, es puro capitalismo, puro fetichismo del número.
En este camino planetario, en este barco humanitario, encarnaremos una especie de culto al número enamorado de sí mismo y alérgico a cualquier otredad, virus, agente, posibilidad. Será cada vez más inconcebible un afuera al mantenimiento de la máquina encerrada en su crecimiento exponencial. El mundo nos parecerá cada vez más hostil y el miedo tendrá larga vida. Habitaremos un presente perpetuo, un apocalipsis realizándose en su sempiterna posposición.
El sabotaje de la máquina y de su futuro ausente pasa por comprender la libertad política como un marco donde debemos trabajar a nuestra liberación. Hay que hacer explotar la ciudadela de tiranos que cada ser humano es para dar espacio a la vida que nace desde el fondo de los tiempos atravesándonos hacia horizontes incognoscibles. Ésta es la gran batalla de nuestras vidas. Derrotar a la ideología de los últimos hombres siendo puentes, seres humanos puentes. Debemos abandonar y destruir la idea que el ser humano es un fin en sí mismo y que su acumulación, la nuestra, la mía, la tuya, da sentido a la vida. La libertad enmarcada por las instituciones políticas es siempre un bien frágil y precario que puede esfumarse en un abrir y cerrar los ojos. Hemos caído en el error de creer que la libertad política sirve para complacer a los tiranos que habitan en nuestras entrañas. Hemos creído que la libertad sirve para acumular bienes, dineros, conquistas, me gustas, amantes. La libertad política es el espacio donde podemos generar liberación, emancipación, desidentificación. La libertad política no tiene rendimiento ni rédito. Sirve para que trabajemos al nacimiento de lo que no tiene nombre ni amo ni puede ser contado.
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0. La gran batalla de nuestras vidas
1. Liberación por descontado
2. La insana vanidad de los guerreros
3. La solidaridad postmortem
4. El entusiasmo cínico
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El título sería:Mi madre es un zombi. Renacer del atropello de una apisonadora.
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