He sido educado a muerte.
Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte
El tiempo es un niño que juega […]
Heráclito, Fragmentos

Tiempos sin primor
La palabra primavera es original. Es un comienzo nuevo. En francés: printemps, el primer tiempo. Primavera. Un primer verdor. También, dicen algunos, un primer ver. Un ver de nuevo. El tiempo antes del verano, antes del día. La emergencia. La avalancha. El nacimiento. El surgir del tiempo.
El primer tiempo es, como todo, hijo de una anterioridad. Nacer siempre acontece en medio de un mundo ya comenzado. Los sueños nunca comienzan, sino que arrancan a la mitad. La flor que emerge de la oscuridad invernal echa raíces en el otoño que la precedió. Hubo un fruto antes. Hubo un tiempo antes del primero. La paradoja es la casa del pensamiento vivo. Una nueva visión siempre carga con una herencia. Hay un antes al tiempo. Un poder pulsa por debajo de toda verdad.
Al inicio la primavera pasada, oí al primer ministro de mi tierra natal, François Legault, anunciar que la pandemia iba a ser la más grande batalla de nuestras vidas. Una afirmación política que me sirvió de pretexto para plasmar una reflexión en torno a los tiempos pandémicos, tiempos sin elegancia ni prestigio espiritual. Hay mucho que pensar y poco silencio, a pesar del confinamiento, para escucharnos. Se abrió una ventana de tiempo que por desgracia hemos aprovechado para multiplicar la incoherencia y el ruido. Muchos datos invadieron la esfera pública y seguimos sin noticias de la perspectiva que podría darles un sentido. Tirando de hilos revelados en conversaciones con amigos, me puse a escribir La gran batalla de nuestras vidas para tratar de entender algo, para tratar de configurar islas de coherencia en un océano de confusión. Escribí, como invitaba Foucault, no para decir lo que pensaba sino para saberlo. No creo haber tenido mucho éxito. Quería escribir un par de textos, de un par de páginas. Acabé publicando aquí cinco textos, de muchas páginas y aun más páginas nunca compartidas. La envergadura de la complejidad de la época me supera en demasiados frentes. No tengo una vista general del bosque, pero he podido intimar con cuatro o cinco flores. Cuatro o cinco islas a la fertilidad dudosa. Pero sobretodo, he podido constatar de nuevo la profundidad vertiginosa del fango intelectual de la comunicación social y política. Nada bueno puede salir de aquí…
Pensar el susto
La gran batalla de nuestras vidas, decretaba por políticos y sanitarios, se iba a librar con el método existencial por excelencia de nuestras sociedades: aislamiento individualista hasta la salvación tecnológica. Una cura de juventud conceptual permitió resignificar la palabra solidaridad que significa ahora desconfiar de todos y de todo, menos de quienes te dicen que desconfiar es bueno. Esta resignificación se justificó con que había que ser solidario con el miedo a morir. De entrada, prefiero respetar a las personas que respetar el miedo de las personas. Y, a veces, a veces solamente, en nombre del respeto a la persona, hay que buscar el método para sabotear su miedo. Antes de exigir que se respete el miedo de la gente, hay obviamente que preguntarse si su miedo es respetable. Sin dejar de respetar la fuerza naciente que nos atraviesa (llámenlo vida si prefieren), ningún respeto debemos darle al miedo que motiva el racismo, por ejemplo. Per se, el miedo no es respetable. Depende del valor que lo dinamiza.
Pedir que se respete el miedo a la muerte parece legítimo a primera vista, siempre que no entre en conflicto con el deseo de vivir de otras personas. No es cuestión de respetar el miedo a la muerte y despreciar, escupir, insultar, desprestigiar el deseo de vivir. Sin embargo, así han sido muchas dinámicas sociales de los últimos meses. El tratamiento a la infancia ha sido y sigue siendo criminal. La adolescencia directamente se repudia. La asociación de pediatras de Canadá asemejó la estrategia militar del gobierno a la excesiva simpleza de una persona que, jugando al ajedrez, decide prescindir de los alfiles y caballos porqué le situación le resultaría de otro modo demasiado compleja. Los pediatras hablan ya de una generación sacrificada. En nombre de una salud mal concebida, los ciudadanos piden y apoyan medidas autoritarias y un léxico militar al que, conscientes de su error, los gobiernos intentaron renunciar, pero era ya demasiado tarde. Toque de queda avalado por expertos de una ciencia que no encontraréis en ningún lugar. Vacunas aprobadas el día que nace Cristo. Autoritarismos anunciados a golpe de quincenas de días, luego de meses, luego, tal vez, años. ¿Quién sabe? La puesta en forma del mundo que nos sirve para aproximarnos a la situación está viciada de raíz.
Sería urgente conocer el marco temporal de la renuncia a las libertades que fundamentan nuestro ser-en-común democrático. Se nos dice que una muerte ya es una muerte que sobra y que se empleará el tiempo que haga falta. El pronóstico más pesimista que he podido leer hablaba de unos diez años con medidas de distanciamiento. Diez es mucho, para mí demasiado… ¿Cinco? ¿Tres? ¿Veinte años? ¿Un año? ¿Cuál es el marco temporal de los paréntesis autoritarios? Comenzamos, aquí en España, por suspender la democracia tal como la conocíamos, por un período de quince días. Hará un año pronto. En un principio, la razón era que no estábamos preparados. Un año después, ¿cuál es la razón? Y avanzamos, cuando está permitido avanzar, totalmente a la merced de expertos sin rostros ni nombres ni trayectorias identificables. Misticismo político con séquito ciudadano bilioso. Al inicio de la pandemia, para suspender los valores democráticos, los poderes se parapetaron en lo novedoso de la situación. Un año después, deploramos que en su tablero del ajedrez han quitado todas las fichas para gobernar solamente con miedo, amenazas y la esperanza en la tecnología farmacéutica que carbura al lucro. Es más fácil gobernar así, en unas democracias tan mediocres como los medios que informan de ellas.
En los últimos 20 años, la esperanza de vida en España ha aumentado de casi 5 años, superando los 80 años. ¿Cuándo contemplaremos que tal vez haya que aceptar que en los próximos 20 años volverá a bajar uno o dos años por culpa del coronavirus? ¿O ésta es una pregunta que no se hace porque cada vida cuenta?
¿Cada vida cuenta?
Al inicio del 2021, Karine Dion se quitó la vida. La mujer tenía 35 años. Había llegado al sitio donde quería estar, para seguir avanzando. Urgentóloga de profesión, hace un año colaboró en la concepción del plan de lucha del gobierno de Québec contra el virus. En la primavera estuvo de baja por primera vez. Poco tiempo. Pues, según denuncia su marido en luto, se sentía en guerra. Había que volver al frente de la gran batalla de nuestras vidas. Su primer ministro en jefe la había convocado. Volvió y siguió luchando. En otoño, la dieron de baja otra vez. Debía reintegrarse al trabajo en febrero del 2021, pero decidió bajarse del tren de la vida. A su hijo de siete años, llamado Jacob, la población solidaria ya le han asegurado becas de estudio a través de un crowdfunding. En 10 o 15 años, Jacob estará estudiando sin necesidad de hipotecar su futuro. Pero ninguna educación le quitará el saber carnal de que, para un niño, ninguna batalla vale la vida de una madre.
Una semana después, en Montreal, encontraron escondido en un baño químico el cuerpo sin vida de Raphaël André, 51 años. No tenía casa. Hizo -10 grados Celsius aquella noche. Dicen que la muerte por congelación es suave, que te duermes y sencillamente no despiertas. Una semana antes el gobierno de Québec, al frente de la gran batalla de nuestras vidas, instauró un toque de queda y multas asociadas. Los sin techos de Montreal se escondieron, algunos refugios habían sido clausurados por eclosión de Covid. No pueden pagar la multa. Y no quieren arriesgar una intensificación de su ya exagerada criminalización. El gobierno se negó a dictar una exención de tener que volver a casa para la gente que no la tiene. Y después de la muerte de André, prosiguió en la negación. La vida de un indígena indigente nunca ha valido mucho. Finalmente, la semana pasada, el poder judicial obligó al gobierno a admitir que una ley que obliga a estar en casa a la gente que no la tiene es un insulto a la inteligencia. Y rectificaron a regañadientes.
La cutrez como insignia intelectual
Escuché y leí numerosas veces que las personas que no respetan escrupulosamente las consignas gubernamentales son culpables de asesinato por asociación. Un anuncio impreso sobre los autobuses de la ciudad de Madrid asegura, en la reciente tradición de mensajes impactantes y moralizantes que se popularizó sobre los paquetes de tabaco, que ir a una fiesta equivale a intubar a tu mejor amigo. En la primavera, ir a dar un paseo con un niño en una calle desierta te hacía culpable de matar al abuelo del vecino. Y este vecino no tenía reparo en insultarte a gritos desde su balcón donde cada noche se sumía a un ritual ridículo.
Siguiendo esta línea de pensamiento, por asociación…
El primer ministro de Québec, por convocar a la población a la guerra, mató directamente a Karine Dion. Todas las personas que apoyaron el propagandístico toque de queda en Québec colaboraron al asesinato de Raphaël André. Todas las personas que nutrieron el apoyo civil al confinamiento primaveral crearon el clima social y la atmosfera emocional que hicieron que un hombre no salió a pasear y en su lugar pegó a la mujer, o maltrató al niño. Todas las personas que expresaron su apoyo al confinamiento severo abusaron de esta niña, golpearon a esta persona enferma propensa a la ansiedad. Etc. Etc. Etc. La ansiedad, la depresión y la degradación de la ganas de existir en personas que aun no han empezado a vivir plenamente es un precio alto que pagar. Si cada vida cuenta, hay que admitir que la batalla que libramos es mucho más compleja y distinguir los buenos de los malos o los responsables de los inconscientes se convierte en una tarea imposible. Cuanto más tajante es un juicio, más matizado necesita estar el argumento que lo fundamenta. Hoy en día, la sociedad está saturada de groserías mentales.
Las escuelas de Las Vegas acaban de reabrir a finales de enero con la esperanza de atajar la ola de suicidios entre los adolescentes de Nevada. ¿Y nos hablan de salud? ¿Y llaman negacionista a la persona que pregunta de qué salud estamos hablando? Incitar al suicidio es un crimen penalmente castigado en numerosas legislaciones en el mundo. Quién expresó desprecio y tachó de irresponsables a los adolescentes que no hacen más que ser eso, adolescentes, sin escucharlos, sin preguntarse por cómo podríamos acomodar sus necesidades dentro de las luchas sociales y sanitarias es un criminal que incitó al suicidio a muchas personas. Si quien se baja la mascarilla tiene algo de culpa en las muertes por covid, entonces también la persona que le juzga tiene algo de culpa de los suicidios vinculados a las medidas sanitarias.
Yo personalmente puedo dar días, semanas y años de mi vida de treintañero por una causa en la cual creo. Puedo incluso, de buena gana, poner entre paréntesis derechos y libertades por una causa en la cual no necesito creer o no, sino sencillamente reconociendo que su complejidad supera mi entendimiento. Dos años son poco para mí. Pero no es difícil entender que dos años para un niño de 6 años, para una persona de 12 años, para alguien de 17, es mucho. Puede ser fatalmente demasiado.
Siempre elegimos de un modo u otro a quien muere y a quien vive. Esta elección fundamenta a las sociedades desde la noche de los tiempos. En esta batalla mundial, jugamos sucio con capas psicológicas y sociológicas a las que desconocemos por completo.
Expertos en no saber
Entiendo perfectamente que con mis estudios en criminología y mi doctorado en filosofía soy un ignaro en gestión de pandemia. Lo que nadie nos ha explicado aun es porque los epidemiólogos súbitamente son también expertos en política, sociología y psicología. ¿Qué entiende de confinamiento domiciliario alguien que pasa su vida en un laboratorio aséptico?
Saberes muy mediocres de los medios
El juego sucio de los medios. Tantos ejemplos.
Uno, casi al azar.
La nueva cepa del coronavirus es un 30% mal letal, tituló un periódico nacional.
Letal es una palabra muy de Hollywood. Y 30 % es muchísimo. Imagina que te suben el alquiler un 30 %, tal vez tengas que cambiar de casa.
Imagina ahora, el mismo titular, formulado así:
La nueva cepa del COVID podría tener una mortalidad del 2,61% comparado con el 2,01 % de la cepa más difundida.
Como que vende menos… Y si hablas de edades, y comunicamos la letalidad de las nuevas cepas en personas de menos de 70 años, 30 % es prácticamente nada.
No he visto ninguna revolución periodística ni rebelión ciudadana por solidaridad con todas las vidas que cuentan cuando los gobiernos de los países ricos votaron por no liberar la información patentada de las vacunas con el fin de facilitar la campaña militar de vacunación. Los países ricos votaron todos en contra. Canadá se aseguró un número de dosis suficiente como para vacunar cinco veces a toda su población, aparte de contribuir a la elevación de los precios. Solidaridad de hipócritas, o de crédulos hasta la imbecilidad.
Fanatismos
Fanáticos. Un hombre acusa en la frutería a una mujer de estar matando a su madre porque entró con su bufanda de seis capas como única mascarilla. Le grita. Le insulta. Este hombre es solidario solo con la gente que piensa como él. Odia a los demás. Esta solidaridad no vale nada, absolutamente nada. Sirve como mucho para ganar partidos de futbol. El hombre trata de movilizar a todo el gentío de la tienda. Le recuerda a la mujer que es obligatoria la mascarilla, que él ve que no la lleva por debajo de su bufanda. Insiste, mascarilla y distancia. La dependienta y otra cliente le dan la razón. Alboroto.
Cuando me mira, ebrio de entusiasmo iracundo, le notifico que también es recomendado no hablar en espacios cerrados. Menos aun gritar. El odio y la tensión emocional también son malos para la salud y también se contagian. Se fue vociferando y maldiciendo.
Ojalá se callasen, durante por lo menos 10 años, toda esta gente que pensó, dijo o escribió en primavera que de la pandemia íbamos a salir mejores personas. Calladita, esta gente podría empezar a pensar. Ahora estamos todos enzarzados en una guerra de los estúpidos en contra de los ignorantes. Y ganan todos, la guerra, la estupidez, la ignorancia.
Al inicio del milenio, en Québec, y durante casi 10 años, el gobierno y la población se lanzaron en una grandilocuente justificación de su racismo y desconfianza hacia el islam. En nombre de los valores laicos. Inspirados en metafísicas poslevinasianas, construyeron un fabuloso argumentario fundamentado en el rostro. Negar el rostro era incompatible con valores democráticos dignos de ese nombre. Que nadie vote con velo. Luchadores por la libertad. Y ahora, quien no tape su rostro es un hereje al que excomulgamos a golpe de gritos, editoriales, tweets. Fanáticos. Fundamentalistas.
Hay que sabotear todas las religiones que organizan dominación, que hacen deseable la sumisión y que inoculan el miedo en las venas. No eran conscientes en Québec que su acomodación razonable a las otras culturas, en prevención de sus fanatismos, no era más que echar las bases para fanatismos propios e identitarios. Hay que vaciar la religión, y relacionarnos entre nosotros (el entre es un vacío, una ausencia, un hiato). Hay que vaciar el lugar de dios para mantenerlo vacío, y no para colocar ahí a la Salud. Fanáticos de un ideal imposible, la Salud Inmortal, en una guerra que no vale la pena, en misiones sin sentido, en cruzadas ridículas.
La guerra como hábito del pensar
Un «gran» periódico español tituló un reportaje, publicado hace unos días, después de la nevada histórica que cubrió España: El ejército en una guerra de trincheras contra la nieve a diez bajo cero.
Llámenme cuando estén cansados de sacrificar la vida en guerras absurdas. Una guerra de trincheras en contra la nieve… Qué delirio… Y diez bajo cero, para quien guerrea, no es frío. Para ir a esquiar, por ejemplo, la mejor temperatura es entre -8 y -12, para la mejor nieve. Con pala y pico, luchando y haciendo ejercicio, a -10, tienes la chaqueta abierta. Sudas. Menos diez grados, no obstante, es mortalmente frío para dormir en la calle. Raphaël André lo sabe, o lo supo. Y si quieren tanto luchar, no es hacia un mundo mejor donde debemos apuntar, sino hacia una sociedad mejor y la sociedad mejorará cuando dejé de sacrificar a sus miembros en sus guerras inútiles. Y no hay guerra más idiota que la que libramos en contra del tiempo. El mundo no cambiará. Seguiremos muriendo. Mejorar a la sociedad no interesa a mucha gente. La sociedad profundiza en su miseria y hipocresía y trata de convencernos de que es para nuestro bien. Y como no tenemos tiempo para pensar, ni cuando nieva, nos lo tragamos y la diferencia entre un buen soldado y un buen ciudadano se hace irrelevante. Durante la pandemia, la industria militar alemana aprovechó la poca atención recibida para contornar los límites de exportación de armas a los países en guerra. Quien habló del covid en algun momento colaboró con la muerte de niños en Sudán. Somos todos sujetos movilizados en la construcción de un futuro que no distinguirá entre trincheras, cárcel y hospital. Estamos todos movilizados en la construcción de una humanidad que no vale la pena.
Pensar es desasociarse
En su Viaje al final de la noche, Céline puso en la boca del protagonista de su novela algo así como: No importa que esté yo solo en contra de mil personas, de cien mil personas, yo solo contra cinco millones de personas. Yo tengo razón y ellas están equivocadas pues yo pienso mientras ellas hacen la guerra.
Pensar es desmovilizarse de la sujeción.
Tal vez tenga razón François Legault, que ésta sea la gran batalla de nuestras vidas. Pero no será porque la batalla sea grande, sino porque nuestras vidas están terrible y tristemente empequeñecidas.
Como Fritz Zorn, hemos sido educados a muerte. Un estado poderoso necesita ciudadanos débiles, decía Maquiávelo. Instituciones estatales, corporativas, lingüísticas, financieras, etc., que se quieren inmortales florecen sobre ciudadanos moribundos. Y puedes no morir durante mucho tiempo.
Vivimos más años, pero tenemos cada vez menos tiempo.
Necesitamos una conversación en torno a los valores que dan sentido a los datos que orientan nuestras guerras. Porque desde algunas décadas, se ha instalado en muchos de nosotros la sospecha de que la vertiginosa inflación de datos y números esconde en realidad la ausencia de valores dignos.
Tal vez no haya tanto tiempo como creíamos ni tampoco tanta urgencia. Tal vez necesitemos calma. Tal vez lo que más valor tenga sea precisamente el tiempo. Pero no tanto el tiempo que se mide, este tiempo que nos hace llegar siempre tarde, siempre corriendo, siempre cansado y deprimido. Sino el tiempo que somos, el tiempo original, incomunicable, el tiempo que nace, el tiempo que juega. El tiempo vivido es una sensación, una expansión, un volumen, un espacio. Vivir hoy en día significa por el contrario tener la sensación de falta durante muchos años. Estamos en guerra contra el tiempo. Algunos nos hemos rendido hace lustros. Nos hemos abandonado al tiempo (que no a la época). Y desde aquí, nada de todo esto que quieren vendernos o imponernos tiene sentido. No tiene valor. Negamos la importancia de estas guerras y despreciamos el entusiasmo con el que los resentidos libran estas batallas.
Nietzsche hablaba de los filósofos del futuro como de una extraña mezcla entre animalidad y sabiduría. La humanidad hizo la apuesta existencial, hace algunos siglos, y hace algunas décadas aceleró su apuesta para poner en ella todas sus fichas, de qué podía ser feliz prescindiendo tanto de la animalidad como de la sabiduría. Me interesan y apasionan la animalidad y su potencial sabiduría. He perdido la fe en la posibilidad de la Felicidad de una Humanidad que no será ni animal ni sabia. Ni animada ni pensante. Una Humanidad sin otra raíz que una ficción lingüística divina y sin pensamiento real, solo meras opiniones y datos numéricos. Y una felicidad de ansiolíticos.
Hemos sido educados a posponer nuestra vida. La esperanza de vida es demasiado a menudo esto: una vida a la espera. Ha llegado el momento de renegar de esta educación, de sabotear la ciudadanía servil hasta que nadie sea dueño de nuestro tiempo.
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0. La gran batalla de nuestras vidas
1. Liberación por descontado
2. La insana vanidad de los guerreros
3. La solidaridad postmortem
4. El entusiasmo cínico