El cuerpo naciente

Nada puede contener este exceso que vibra en el fondo del cuerpo y que subyace a la animación del alma, esa exuberancia que erige a la naturaleza en su totalidad y que se desborda a ella misma. En el origen del cuerpo como en el origen del alma hay una écfrasis, una ekzesis, una erupción, una exvagación, una fuente que mana.
Pascal Quignard, La vida no es una biografía

Foto de David Martin. Alberto en El resto es todo (lo normal), muestra de Aula nostra en la Neomúdejar, diciembre del 2020.

El cuerpo naciente no está aquí. Está en tránsito.
El cuerpo naciente no está sanando. Está saliendo.
El cuerpo naciente no se identifica. Se relaciona.
El cuerpo naciente no está presente. Es extático.
El cuerpo naciente no está consciente. Está de viaje.

El cuerpo naciente es otro por definición. Nunca el cuerpo que tienes. Es el cuerpo que eres cuando no tienes nada. Es una alteración constante, un verter incesante, una manifestación surgiendo para desaparecer inmediatamente, dejando lugar a la continuación del surgir. Una primavera brotando en el subsuelo de todas las estaciones. Una irrupción originándose en su propio movimiento cuya primera capa ya no es. Lo que ves ya fue.
La piel muerta que miramos en el espejo del lavabo cada mañana.
Un adiós que nos dice quién fuimos, pero nunca quién somos.

El cuerpo naciente no pertenece a nadie. Ni mucho menos al sujeto lingüístico que la lengua de la tribu introyecta en la carne. La voz interior es un parásito energético. La consciencia es una domesticación. Domus: casa. El cuerpo naciente no es un cuerpo domesticado, no es un ser social. No quiere quedarse en casa, detener el viaje, no sueña con reconciliar lo innombrable con el totalitarismo del diccionario, ni ansia someter la vida a los mitos que cohesionan la sociedad enfermiza en la cual emergemos. No quiere rendirse a la confusión entre lo que somos y el lugar donde nacemos. No se abandona al error de pensar que el cúmulo estratificado de hábitos en el cual hemos nacido es nuestra naturaleza. No se resigna a acorralar la fuerza salvaje para vivir de manera inofensiva como lo hacen los buenos ciudadanos. Y no quiere morir gangrenado por los remordimientos suplicando una segunda oportunidad.
El cuerpo naciente no es el cuerpo que tienes. Es el cuerpo ajeno a toda pertenencia, a toda identificación, a toda misión, a toda significación. Es el cuerpo alejado de toda idea de volver.

En su libro El Cuerpo del chamán, Arnold Mindell opone dos concepciones del cuerpo. O bien el cuerpo es un oponente que debemos sanar. O bien el cuerpo es un poderoso y peligroso aliado.

Nacer no sana. Como mucho de nuestro malestar proviene de nuestro encarcelamiento en la materia desplegada (nuestra identificación con el cuerpo palpable, medible, objetivizable) y nuestra carencia de mundo, acercarse al pensamiento naciente desencadena oleadas de bienestar. Desde la escucha, la caída en la gravedad, la aceptación del subconsciente sensorial y su mecenazgo en forma de danza (cuando la danza sigue el cuerpo experimentado), se genera una suerte de bienestar que resulta fácil de confundir con sanación. Permites que la vida transforme las imágenes que la constriñen y habitas un cuerpo que es una experiencia de mundo, una relación entre interior y exterior, y la vida siente alivio. Liberas la vida de su identidad ficticia y le regalas un mundo, y la vida lo agradece. En este delicado momento es importante pensar desde la liberación y no desde la sanación. No hay ningún ideal al que volver. Somos nacientes, no convalecientes. Salimos del infierno. Ninguna nostalgia.

Tampoco nacemos atraídos por el cebo de una promesa. Nacer es avanzar hacia lo que ignoramos. Al liberar las memorias del cuerpo, al encontrarle un sentido profundo al lugar donde estás, al formular un Sí a la vida que nos transita, permitimos que emerjan profundos nudos a la superficie de la consciencia. Salimos de la cárcel donde había techo y comida y de repente nos encontramos en la lluvia, la noche, rodeados por los ojos brillantes de animales salvajes en la oscuridad, el hambre, la duda. Nacer es lo más arriesgado que hemos hecho. Y no se hace por gusto. Se nace por necesidad. Detener el nacimiento satisfaciéndose de una cierta comodidad es una desgracia. Hay una sanación colateral al hecho de pensarse como ser natal. Y hay un riesgo de detener el nacimiento al proyectarse en vías de sanación. Al fin y al cabo, no se trata de ti.

Los síntomas del cuerpo no son molestias que hay que sanar ni ruidos que hay que acallar. Son guías de salida. Aparecen por necesidad. De ahí la peligrosidad del cuerpo entendido como aliado. El cuerpo nos invita a mundos que desconocemos. De ignorar su invitación, empezará a insistir. De no atender los sentidos sutiles que susurran fantasías en la oscuridad del cuerpo, acabaremos viviendo una vida sin sentido o sufriendo un cuerpo hostil a su situación. Hay vectores de fuerza en el cuerpo naciente que no entienden de las expectativas sociales, de las proyecciones, de éxito y fracaso. El cuerpo naciente no busca reconocimiento. Nada lo valida. Nada lo confirma. Hay una manera miserable de lograr su vida: deteniendo su emergencia, paralizando su nacer. Hay una manera exitosa de malograr su existencia: sacrificar la vida a la imagen.

Más que una larga vida, próspera y saludable, nos deseo un profundo y lejano nacimiento y la valentía de apechugar y la generosidad de cuidar y acoger mutuamente los nacimientos de los demás.

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