Platón define la filosofía como el ejercicio de muerte necesario para que el alma se haga viva de nuevo, recordando el Uno y la antigua Unión (mientras el cuerpo por fin se convierte en fantasma).
El amor hace el movimiento inverso: no un ejercicio de muerte sino un ejercicio de nacimiento.
Es un ejercicio de vida antes que el cuerpo se haga vivo (es decir antes que el alma se convierta en fantasma, en doble del cuerpo, en principio individual interno).
Pascal Quignard, Vida secreta

Kazuo Ohno vivió largos años y enseñó continuamente durante décadas en todo el mundo. No es de extrañar que ha tenido múltiples ocasiones de definir su trabajo. No formalizó una definición ni acometió ninguna sistematización. Más bien preguntaba a quienes bailaban bajo su guía: ¿Es esto nuevo? ¿Eres libre? Mientras haces todo eso, ¿percibes que tu piel roza el aire? Sus definiciones y charlas tenían como objetivo despertar la gente a la posibilidad del sueño lúcido, de una danza capaz de modificar la existencia tanto de quien la performa como de quienes la presencian. En una ocasión, se exclamó: Bailar es hacer el amor a la vida.

He venido para no volver de Jonathan Martineau en Obscena: naturaleza insólita, La Pedriza, septiembre 2017. Foto de Claudio Palazzo.

A nosotros que filosofamos nos surge inmediatamente una inquietud ética: hay que ser amantes decentes. En su conferencia Sobre el amor, Alain Badiou reafirma lo que ya se decía en la Grecia antigua: quien en el pensar no empieza por el amor está condenado a fracasar. Y Badiou añade un guiño posmoderno: el amor empieza con dos. Por consecuencia, decir que bailar es hacer el amor a la vida abarca más posibilidades que la expresión la danza de la vida, donde únicamente entra en escena la vida. En el hacer el amor, se reúnen la vida y sus amantes en el lecho del arte. Si bien conviene dejar páginas en blanco en el manual del amante perfecto, sí que podemos resaltar la continua exigencia de la atención al menos irradiando la realidad física, y eventualmente abriendo la resonancia hacia las memorias y realidades subterráneas. El amante decente, en lo que nos ocupa aquí, sería aquel que no intenta hacerse valer, que no estima su burbuja individual más de la cuenta y que más bien, si no puede abrazar la totalidad del océano de la vida, sí que abre sus oídos y proyecta su atención hacia todo el espacio y el tiempo que lo mecen. Inocencia, espontaneidad, entrega, abandono lúcido, locura creativa, pasión por los detalles, paciencia, imprevisibilidad, etc, son aquí algunas palabras claves.

Badiou, en su Pequeño manual de inestética, invita a los pensadores modernos a hacerse contemporáneos de Pessoa. Para ello, sólo tenemos que apropiarnos de la famosa frase de Rimbaud, yo es otro, en una nueva versión acorde a la multiplicidad que marca nuestros tiempos: yo son otros. Peter Sloterdijk por su parte analiza el yo como una bóveda de comunidad donde la responsabilidad consiste en generar una convivencia lo menos inquietante posible entre las distintas tendencias de la casa. La pluralidad que el butoh ve en los cuerpos no tiene común medida con las humildes invitaciones de los filósofos contemporáneos. Podría decirse que el cuerpo visible individual es, para una mirada butoh, una burbuja en la espuma en la cresta de una ola en el océano. La burbuja perdura en el tiempo, sostenida por una especie de autoconservación, conoce la diferencia relativa entre dentro y fuera. Sería ingenuo derivar de su existencia algún tipo de voluntad propia para actuar en el espacio que la rodea. La burbuja es el yo, la espuma es nuestra cultura, la ola es la humanidad, el océano es la vida. El butoh presta atención al océano e incluso al lecho marino, más allá de lo vivo, y fomenta una sinergia amorosa entre las múltiples corrientes no siempre compatibles que conforman una vida singular.