Sobre migraciones, mudanzas y mística. El viaje como sustrato fundamental de la danza

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Exponiendo la exposición, foto Raúl Bartolomé.

[Primer sueño]

Mi difunta madre soñaba con que yo fuese buen hombre y que de alguna manera mi destino fuese ligado a la palabra lejos. Era otra época, cuando aún quedaban resquicios de futuro y vendedores de esperanza aunque fuesen todos más o menos charlatanes. Soñaba ella que sus hijos llegasen lejos en la vida porque la vida aun podía desembocar en algo diferente. No leía, no hacía política ni nunca la oí hablar de la sociedad, no veía el telediario sino telenovelas americanas, de cierto modo no pensaba y, a veces, lloraba a escondidas en el fondo de la noche. Pero no vivía engañada y no dudaba en llamar esclavitud a esta rutina diaria, semanal, mensual, anual, a esta rutina que alternaba largos periodos de explotación en trabajos alienantes con pequeñas dosis de consolación enlatada. Decir que no se quejaba sería mentir. El sacrificio en aras del futuro de sus hijos era consciente y constante y desde pequeño se me dejó saber que este sacrificio debía ser honrado.
Soñaba esta mujer, que envejeció de golpe en la ratonera de la monoparentalidad, que sus hijos podrían algún día erguir la cabeza lejos de los bajos fondos de las clases sociales. Soñaba también, literalmente, que mi hermano y yo viajáramos en sentido único hacia el sol, lejos de los bosques infinitos cubiertos de nieve seis meses al año, lejos del invierno y sus noches interminables, lejos del viento y del frío que se cuela hacia la médula de los huesos y que arrincona a cada persona en la soledad. Lejos de aquí. Este sueño brillaba en sus ojos: lejos de aquí, de esta vida, de este lugar.

Este sueño ha sido la cuna de la mística desde más de 30 000 años.
Pedro interrumpió a Jesús para decirle que todo estaba bien pero Él insistió: No, no estamos bien aquí.
No estamos bien aquí ha sido el lema de la humanidad durante centenares de milenios y que en el siglo XX nos hayamos cansado del viaje no dice nada bueno acerca de nosotros. Nos hemos anclado aquí, en un presente sin futuro, despreciador del pasado, hemos entablado una guerra contra la distancia y la diferencia. Y sin embargo, seguimos sabiéndolo: no estamos bien aquí.

[Segundo sueño]

Nací endeudado con los sueños de mis antepasados. Vivo en Madrid, bajo el sol adorado por mi madre, y me paso los días buscando la sombra. Amo el invierno nórdico. Escribí una tesis indagando en la relación entre justicia y política, entre injusticia y resistencia. A un mes del tribunal de la tesis, después de siete años de parto, mientras comía en una terraza madrileña con mi tío que estaba de viaje por Europa, me pidió él que le explicase la tesis. Traté de explicarle en pocas palabras y de una manera tan ligera como la comida que disfrutábamos. Mi tío aprovechó un silencio para preguntarme si sabía que mi abuelo había escrito un libro. No, le contesté extrañado, primera noticia. , continuó mi tío, cuando llegue a Canadá te lo envío. Un mes después llegó a mi casa el libro titulado ¿Acaso sería injusta la justicia? de René Martin, seudónimo de Henri Martineau, vendedor de telas en Saint-Jean-Eudes, el barrio más pobre de la ciudad más proletaria de una de las regiones más alejadas de la provincia feudal de Québec. No lo encontraréis en ninguna parte sino en una caja de cartón en el fondo de un sótano de un familiar del autor. El libro, autoeditado y dactilografiado, narra los problemas jurídicos del autor, su estancia en la cárcel y apunta a la ausencia de fundamento del sistema jurídico y la injusticia inherente a su funcionamiento. El libro es bastante malo y fue escrito por alguien que pertenecía a una minoría subyugada en un régimen colonial cuya educación se resumía al mínimo necesario para la inserción productiva en cadenas de explotación. Antes de leerlo, no sabía muy bien qué contestar a la gente que me preguntaba por el furor con el cual abordaba las cuestiones de justicia penal ya desde mis estudios en criminología. Nada en mi vida lo justificaba. Todos los datos, hechos, estudios, todas las injusticias documentadas que invocaba eran elocuentes, yo los disfrutaba, pero aún así, datos de estudiosos nunca han sido suficientes para que una vida se comprometa fuera del caudal marcado. Escribí una tesis que se abismó en el fundamento místico de la autoridad – expresión de Derrida – para contestar a la pregunta de mi abuelo, pregunta que fluía por mi sangre por debajo de la piel de la identidad consciente.

[Tercer sueño]

Hablábamos de nihilismo, de sueños, de agnosticismo, de bardos tibetanos, de memorias anónimas, de la muerte, de los renaceres, cuando un amigo incrédulo nos interrumpió para mirarme a los ojos e inquirir: Tú, la negación personificada, la crítica virulenta a todo y a todos, ¿de verdad hablas en serio de procesos postmortem? ¿De verdad crees en algo después de la muerte? Podría haber invocado los huesos que se mueven sutilmente después de la muerte clínica, podría haber señalado que la putrefacción es un claro proceso postmortem lleno de vida pero espontáneamente le pregunté de vuelta: ¿Tú de verdad crees que hay algo antes de la muerte? No he dejado de ser nihilista y no me creo nada de eso. Ninguna creencia, ningún crédito a nada. Si antes aceptaba el lema solipsista de los ateos según el cual todo comienza y acaba en el individuo, ahora mi individualidad se ha hecho porosa, a veces hasta parece añicos, y nada acaba en la muerte porque nada empezó antes de ella.
Morir es una salida hacia lo desconocido, me limitaría a decir. En eso, morir es exactamente igual al nacer. El originar que nos subleva es ajeno a lo que muere en nosotros. Nada (que valga la pena) muere con nuestra muerte individual, la sublevación que nos empujaba sigue surgiendo. La reputación y la importancia de la muerte está claramente sobre hecha, como la de la sexualidad por cierto. ¿Eso es lo que mueve el mundo? ¿Eso es lo que teme todo el mundo? Lo dudo. No todos están obsesionados con la perspectiva de su desaparición, no todas viven angustiadas con su impermanencia. La cuestión de la muerte ha inspirado grandes textos de literatura que han sido promovidos por los poderes a los cuales servían. Sus temas se han vuelto universales, como les gusta decir a las moscas sin alas que somos, según la denominación de Valéry. Pero son universalidades de pacotilla, o de estudiosos. El temor a la muerte sólo es universal para los que viven del miedo. El rechazo a la muerte y el instinto de supervivencia tienen muy poco que ver con el querer vivir y el soñar. Tienen tan poco que ver que es probable que el soñar, que evoluciona siempre más allá del mundo convencional, prosiga a través de la muerte.

Mi abuela materna, que es buena mujer, cansada pero buena mujer, reza el buen dios para que venga a buscarla lo cuanto antes. Y no obstante se agarra a sus fotos, recuerdos y crucifijos al mínimo paso en falso de su salud casi centenar. Tiene 25 bisnietos – bisnietos – y no le perdonaría a la muerte el no conocer al próximo, que bien arriesga de ser un tataranieto. Ya no teje zapatillas de estar en casa que yo pueda usar. Desde hace una década teje unas zapatillas invisibles. Desenmaraña constantemente hilos invisibles, hilos viejos, de la época en la cual vivía sin televisión ni ducha. Lo sé porque después de lidiar largos ratos con sus hilos imaginarios, mi abuela se agacha, a duras penas, para recoger con el canto de su mano las pelusillas que sueltan los hilos de lana. Se levanta de su silla mecedora, pone una rodilla en el suelo, la pobre mujer, apoya una mano y con la otra agrupa las pelusillas para recogerlas. No hacía este ritual desde finales de los setenta, cuando mi abuela se pasó a la lana sintética. La lana sintética no suelta pelusillas, solo lo hace la lana natural. Mi abuela baila con sus memorias, con memorias de más de cincuenta años. A veces se extraña de los sombreros que sólo ella ve, agradece los nuevos arboles que crecen en su césped desierto. Sobre todo, teme a los enanos que le están renovando la casa. Están, estos malditos enanos, según ella, construyéndole su próxima casa. Cuando toquen la cocina, asegura, le prendo fuego a la casa.
Dicen que está enloqueciendo bien duro. Hacía casi cinco años que no la veía el día que llegué de España para verla en el hospital. Recién había estrenado un solo corto donde lidiaba en clave butoh con un cortejo de espectros enganchados en mi tobillo izquierdo. No tememos tanto a la muerte como a la tierra, por eso la cubrimos de asfalto, adoquines y suelos lisos. Cuando entre en su habitación, se le iluminó la cara. Mi abuela es adicta a las muestras rocambolescas de afecto, cosa muy extraña para una canadiense. Se iba a levantar más rápidamente que sus huesos vetustos le permiten cuando se detuvo de manera súbita. Se le puso la cara gris, me miró los pies, señalo el pie izquierdo y preguntó: ¿Qué tienes ahí, porqué estás atado, porqué no te dejan en paz? Se miró a ella y gritó ¡Yo también estoy atada! Se entristeció y preguntó para nadie: ¿Porqué no se van ya?

En el primer amanecer que siguió la iluminación de Gautama, el nuevo Buda pronunció un discurso para sus primeros discípulos (y para nadie). Dijo al creador que se había acabado el juego, dijo, literalmente: Lo he destruido todo, he destruido todos los materiales, ya no puedes construir una casa para mí. Cuando Gautama el Buda dice que ha destruido todos los materiales que sirven a la construcción de una casa, señala que ha desanudado todas las memorias.
A mi abuela le quedan casas… ¡Enanos a la obra!

[Sueño 4]

Mi bisabuela paterna no era de aquí. Viene de lejos. Se rumoreaba cuando era pequeño. Recientemente, lo aprendí en mayo del año pasado, se ha hecho oficial gracias al trabajo genealógico de mi madrina convertida en archivista. Mi bisabuela recibió su nombre cristiano al casarse. Las renombraban a todas, para borrar la historia indígena del árbol genealógico. Probarlo con papeles es difícil, cuando no imposible.
Los antepasados de mi bisabuela decían: Amamos esta tierra como el recién nacido ama el latido del corazón de su madre.
Decían también que un ser humano es una ventana a través de la cual sus muertos siguen naciendo. Deducían de ello que la fotografía robaba una parte del alma, que al fotografiar se fija una imagen que cierra la ventana. Engaña a la persona sobre su origen y hace que su voz se enamore del yo. Desconfiaban.
Habrá que dejar de sacarse fotos algún día, ¿no? Digo yo que esta fascinación por el auto, por el yo, por el aquí, por el cuerpo visible, se revelará por lo que es: odio al mundo, a la vida, al movimiento naciente, a lo invisible, odio a lo desconocido, miedo al abismo, a la creación.

Hay que seguir bailando. Hace un siglo han emancipado a la danza de los valores que servían a la reproducción de una sociedad de dominación y explotación. Dijeron: la danza sirve a la liberación del cuerpo. Hoy, celebramos la danza al servicio del cuerpo – y en el camino la liberación se esfumó! Identificado con su esclavitud que por consecuencia ya no puede ver, el cuerpo danza en la celebración del aquí donde estamos a punto de sofocar no solamente lo mejor de nosotros sino todas nuestras memorias, que son también todas nuestras promesas.
Hoy en día, en los estudios de danza han cerrado las ventanas. Hay mucho cuerpo pero nada de liberación. Como en todas partes hay muchos yoes hiperexcitados que carecen de mundos.
Lo siento pero el cuerpo no baila. La anatomía es un espejo y todos los reflejos reducen la complejidad, todas las imágenes reflejadas salen del revés. Lo siento pero el cuerpo es un concepto mediante el cual nos agarran a la garganta.
¡Cuerpo! ¡Cuerpo!, se exclaman los degollados.
¡Movimiento!, gritan los encadenados.
Lo siento pero el placer de moverse es solo una variación onanista de la resignación y la ignorancia.
Lo siento pero el cuerpo carece de sustancia, su danza carece de vida, su movimiento se reduce a aspavientos de un animal enjaulado tan ensimismado que ha llegado a olvidar la jaula. El bienestar del cuerpo danzado es mera consecuencia del cansancio y de la falta de fuerza para seguir queriendo, seguir deseando el afuera, el otro lugar, el lejos, el nacimiento. Y, por cierto, su felicidad solo aparece en las fotos. Nadie se la cree.

Desde su lejanía, el poeta cantaba, recordando a sus ancestros: Hemos cruzado océanos abiertos al infinito, navegando en sentido único, sobre barcas trenzadas de sueños.
Lo siento pero aun no hemos llegado al final de los tiempos.
Lo siento pero quien baila sin viajar hacia espacios insospechados no honra la herencia de las que pusieron la danza al servicio de la liberación.
Quien vive sin nacer morirá temblando de miedo.

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