Cara o cruz. El instante del cuerpo

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Trinidad, Tabacalera 2012. Fotografía de Marco Ferraris.

Él y yo avanzábamos a base de decisiones anodinas hasta que nos perdimos de vista. Seguimos subiendo, hablando a gritos, un poco hacia la derecha, un poco hacia la izquierda, hasta que nos perdimos de oídos. Seguí porque volver no era opción, no por cabezonería sino porqué los caminos escarpados invitaban hacia arriba pero amenazaban hacia abajo, hasta el momento en que seguir subiendo también dejó de ser una opción. Era una noche iluminada en julio al norte de Noruega en el archipiélago Lofoten, de los lugares más bellos que he caminado. No sabría decir si era el atardecer o el alba. De repente, me encontré solo, sin poder bajar la montaña, a ya más de 500 metros de la llanura, y sin poder subir, a unas decenas de metros de la meseta cubierta de arándanos. El horizonte se ve diferente cuando sientes la muerte merodear a tu alrededor. Todo es más bello. Agarrándome a hierbajos que se arrancaban al segundo de tocarlos, recorrí unos tres metros encima de la muerte antes de saltar para atrapar la rama de un abeto diminuto. Mi amigo y yo estuvimos separados como diez minutos y parece que había pasado una vida entera. Ahí, a la sombra de estos picos que albergan dragones, por encima de estas playas plagadas de sirenas, bañadas en mares que esconden remolinos conectados con universos paralelos, comí los mejores arándanos de mi vida. Tan sabrosos como la expresión inglesa leap of faith, un salto al vacío y dios en forma de abeto escueto. El corazón a mil. Con la muerte muy lejos no se vive plenamente. Con el misterio expulsado, no se siente lo inmenso del espacio. En un mundo desencantado, la danza es fitness.

Tampoco hace falta vivir con esta despreocupación estúpida propia de la gente con el alma entumecida que solo siente cuando todo se hace muy intenso, razón por la cual toma riesgos carentes de interés.
Sentir que se te va la vida en esta moneda cuando echas un cara o cruz.
Hemos salvaguardado la forma del cara o cruz pero su magia se ha esfumado. Seres humanos que no se sienten en tanto abismo lanzan una moneda al aire con el propósito de obedecer a un resultado puramente estadístico. Seres completos esclavos de las estadísticas – ¿alguien conoce una mejor forma de describir nuestra miseria?
El arte del cara o cruz era muy distinto antaño. Como decía Deleuze: lo difícil no es desear sino saber desear. El sujeto neoliberal vive en perfecta adecuación con su querer. En este ser improbable, la razón y el deseo coinciden en el gesto de comprar. Yo quiero, yo pienso, yo compro. El sujeto filosófico de Deleuze es bien disímil: reconoce que su querer le es ajeno. ¿Qué quiero más allá de la superficie donde resplandecen los deseos superficiales que la sociedad mercantil proyecta en los ojos de sus ciudadanos ajetreados? ¿Qué deseos me enseñan la pérdida creativa y qué caprichos me encadenan a la versión miserable de mi persona? Es en esta encrucijada que el sujeto filosófico atrapa una moneda para echar un cara o cruz a la antigua.
Echar cara o cruz es consultar un oráculo. La moneda puede enseñarte lo que necesitas saber. No se lanza la moneda con la intención de cumplir con el resultado, cara o cruz. Absurda actitud de monigote. Se lanza la moneda en el aire con la intención de escuchar muy finamente qué quiere el cuerpo, qué deseo se enraíza más profundamente en el abismo de las tripas. Por un instante estirado en la urgencia, el misterioso querer aflora sus labios jugosos para que podamos apreciar el color de la serenidad. Lanzo la moneda al aire, la respiración se corta, la escucha se tensa y entiendo qué quiero que salga. Atrapo la moneda sin jamás mirar qué ponía. ¿Para qué lo haría, si ahora conozco mi deseo profundo? ¿Por qué obedecería a la fortuna? Nietzsche decía que la creencia en la fortuna florece en tiempos de esclavitud. El propósito del cara o cruz no es abandonar una decisión al azar sino crear un vértigo donde la decisión deseada aparece con mayor contraste.

La moneda vuela en los aires, girando tan rápidamente que ni se percibe el giro. El ojo engañado ve una esfera. Son dos tipos de imágenes que en su movimiento proyectan la ilusión de la tridimensionalidad. Caras y cruces, cuerpos y culpas, tejidos y memorias. Y ¿qué somos si no el instante del arrojamiento, un tiempo dilatado por la escucha y la sensibilidad extrema? Nunca se verán al mismo tiempo la cara y la cruz, el cuerpo y sus fantasías, pero cuando se ponen en movimiento algo de los secretos que nos sostienen puede percibirse. ¿Qué es un cuerpo? Un instante de escucha encima del abismo.

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